Un rato metidos dentro del agua y observamos cómo los dedos de las manos se nos quedan como pasas. La sensación es algo desagradable y, en tierra firme, la piel continúa estando muy sensible. Lo sorprendente es que el resto de nuestro cuerpo no sufre nada parecido: es algo exclusivo de las extremidades. “Cuando los humanos permanecemos en el agua, las falanges terminales de nuestras manos y de nuestros pies se arrugan. Se ha comprobado que ocurre en otros primates, que también responden así cuando pasan tiempo con las manos mojadas”, cuenta Consuelo Prado Martínez, profesora de Antropología en la Facultad de Biología de la Universidad Autónoma de Madrid
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